MI AMIGO HARRY
- Roberto Talledo
- 31 dic 2024
- 5 Min. de lectura
Mi celular timbró justo a las seis de la tarde. Era víspera de navidad y en el Mall El jardín de Quito no había donde meter un alfiler de gente. El bullicio era colosal, un grupo de jóvenes disfrazados de saltimbanquis recorrían los pasillos con tambores, sonajas y cornetas. Le dije a Yany que le devolvería la llamada tan luego encontrara un lugar donde pudiera escucharla. Me metí al Juan Valdez, pedí un café express y la llamé.
- Tienes que venir urgente a la clínica Pichincha –me dijo.
- Qué pasó.
- Es Harry. Solo ven, a emergencia.
Bajé hasta el parqueadero y salí pitado a la clínica. En el trayecto pensé que de seguro Harry había sufrido algún accidente. Le encantaba correr. Algunas veces lo amenacé con bajarme del auto si no disminuía la velocidad. Cualquiera diría que era una persona de temperamento impulsivo, acelerado. Pero no. Todo lo contrario. Era más bien un tipo alegre y juguetón, lo que suele decirse: un niño grande. Al llegar a emergencia una enfermera me llevó hasta una salita de espera. Las atenciones eran de primera. Me invitó a que me sirviera café de un dispensador Nestlé. Había una joven muy simpática, de unos veinticinco años, sentada de pierna cruzada y se frotaba las manos pateando el aire sin parar. Me pareció como si el universo se agitara en aquel movimiento involuntario. En la pared verde azulada de la salita estaba colgado el cuadro de una enfermera que rogaba silencio con su dedito índice en sus labios. Algo impaciente por la demora me acerqué hasta el counter de emergencia y una enfermera me informó que la señora Yany estaba en una junta médica. Cuando le pregunté por el estado de mi amigo Harry me dijo que él se encontraba en la UCI.
Volví a la salita de espera con un sedimento de angustia en mi paladar. Bebí agua Tesalia y de inmediato sentí como se lubricaban los engranajes resecos de mi garganta. La joven había hecho una pausa en su pie y ahora tomaba café caliente en un vaso de cartón con el logotipo de la clínica. Me miró y deslizó una sonrisita compasiva, solidaria. Me acerqué hacia ella, buscando compañía, consuelo.
- Mi madre se ha caído dándole de comer al perico –me dijo- se ha fracturado la clavícula y la cadera. Ahora la están operando. ¿Y usted?
- Mi amigo está en la UCI, es lo único que sé.
- Lo lamento.
- Gracias.
Y ambos volvimos a nuestras angustias, a nuestros pensamientos. Mientras esperaba a que llegara Yany con noticias sobre el estado de Harry me serví café. El aroma del tinto me trasladó a Loja, a finales del siglo pasado. Sentados en el Café Sinaí Harry me entregaba a pedazos su biografía sin niñez, de cómo se tuvo que dar de trompadas con la vida. Sería por eso que era un hombre solitario que despreciaba la vida familiar, causante de todas las psicopatologías y desgracias humanas, según él. Me parecía curioso saber que no tenía un hogar. Vivía de hotel en hotel. Como Facundo Cabral. Si vez bien, me decía, la sagrada familia es tan disfuncional como cualquier otra, como la de Adán y Eva, por ejemplo. Y me mostraba sus dos credenciales. Colocaba sobre la mesa del Sinaí sus dos cédulas de identidad. Una es la legal y la otra es la biológica. Y me explicaba con lujo de detalles el origen de aquel enredo. Fue cuando mi padre confirmó sus sospechas de que yo no era su hijo y nos expulsó, a mi madre y a mí, del paraíso terrenal. Fuimos a dar a un hotelucho del malecón de Guayaquil y allí vivimos hasta que mi papá biológico nos recogió. Entonces tuve que acostumbrarme a mi nuevo nombre. Aún recordaba a su padre biológico, un viejo inglés. Lo llevaba de la mano a los astilleros para ver llegar a los buques de carga que anclaban en el puerto. En el alto parlante una vocecita modulada me devolvió al presente y la joven simpática se alegró al escuchar mi nombre. Buena suerte, me dijo. La misma enfermera me llevó hasta la unidad de cuidados intensivos. Yany me tomó del brazo. Harry estaba tendido, cuan largo era, sobre la camilla, conectado al oxígeno y demás cables. Verlo así, me conmovió más allá de las lágrimas. Lo había visto igual en Loja, cuando se le ocurrió comerse una bolsa de granadillas seguida de rosquillas calientes de manteca. Aquello estuvo a punto de provocarle una oclusión intestinal. Vivió días de zozobra, sin poder ir al baño. Recorrió varias clínicas buscando, en vano, quien le destrabara los intestinos. Hasta que un enfermero de posta médica le practicó un enema preparado con hierbas y pócimas secretas que le provocó una erupción volcánica y las pepas de la granadilla quedaron esparcidas dos metros a la redonda. Siempre le recordaba aquel percance y él lanzaba una sonora carajada al recordar como quedaron las paredes de la habitación del Gran Hotel Loja aquella mañana, luego del colosal estallido libertario. Nos unía una singular amistad. Con los años me convertí en una suerte de confidente. Harry no tenía secretos para mí. Me lo contaba no todo. Casi todo. Como cuando un niño le cuenta sollozando a su mamá todas sus mataperradas. Las anécdotas que vivió en Perú cuando fue gerente de ventas de la Grolier, una importante editorial mexicana que distribuía su afamada enciclopedia: El Tesoro de la juventud. Hizo una pequeña fortuna. Pero con mala fortuna cuando conoció a Nora. Se casó con la loca. Ya casi estaba borradas las pequeñas cicatrices de las quemaduras sobre su brazo. Se las hacía con el cigarrillo. El láser lo puede todo, me decía. Ya ni se le notaban. Pero las otras huellas, esas sí las conservaba, enteritas, a flor de piel, sangrando. El pequeño Tomás creció con ella. Se la llevó el suizo, con guagua y todo. Años después la vieron repartiendo poemas en el parque Kennedy, la loca. Perdió un hijo, pero se llevó otro, a Quito. La Magdalena se vino con él y su niño. Mateo se llamaba el pequeño, pero el apellido nunca lo supo. Aunque lo supo, poco después, cuando llegó el padre de ella desde Huancayo a visitarla. Harry regresó de improviso al departamento y al ingresar escuchó los gemidos y lamentos lujurioso que llegaban de su habitación. Tomó algunas cosas, sin decir nada, y los dejó chapaleando en el charco incestuoso. Magdalena desapareció de su vida, pero el pequeño Mateo aún lleva su apellido. El doctor bajito de mostachos parecidos a Mario Bros me dio el diagnóstico. Muerte cerebral. La noticia me conmocionó. Ahora, todos esos cables y tubos me parecían inútiles. Si lo desconectamos en este momento, es cuestión de un par de horas, dijo. Pero si lo mantenemos entubado, dos semanas. Yany necesitaba mi aprobación. Volví a casa y mi mujer no lo podía creer. En realidad, fueron algo más de tres horas. Nuevamente timbró mi celular. Ya, me dijo Yany.
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