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SECHURA BLUES


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La última relación que tuve se acabó cuando Ana Leticia quebró mi guitarra. Desde entonces he compuesto dos salsas y varias cumbias. La guitarra desapareció un día y no se me ocurrió buscar debajo de la cama. De las dos salsas, la segunda ha tenido mejor destino. Fue inspirada en el personaje de una novela. Era una mesera que ni siquiera llegaba a personaje secundario. Estaba inventada solo de sonrisas y gestos misteriosos. El resto se lo puse yo. Aquí quiero confesar un secreto de mi proceso creativo. No soy capaz de componer ni cumbias, ni salsas. Compongo valses que luego se transforman en lo que yo quiero. “Llora guitarra porque eres mi voz de dolor”. Dicen que el bolero “Adoro”, Armando Manzanero lo compuso en tono de vals, eso dicen. También dicen que Hemingway escribía con lápiz y de pie, mientras que, García Márquez, era incapaz de escribir una letra sin una flor amarilla sobre su mesa de trabajo.

Si me hubiese casado con Casilda, ella jamás me hubiera quebrado mi guitarra. De eso estoy seguro, porque ella sí me amaba. Pero como la vida es una partida de póker, en esa repartición azarosa, apareció Margarita, como un comodín. Qué me iba a imaginar, que una monja de mediados de los años sesenta me arrastraría a los mismos avernos. La sensación de sus pezones rozando mi espalda nunca la podré olvidar. El bus estaba repleto y con cada frenada se repetía esa sensación. Luego bajamos juntos en la última parada y el resto es una larga historia.

En cambio, con Casilda fue distinto. Muy distinto. Un perrito viringo propició nuestro encuentro. El viringito se me acercó y empezó a lamer mi mano. Se puso a jugar conmigo. Me siguió hasta el coliseo y esperó a que yo terminara de jugar el partido de fulbito. Me siguió camino a casa. Pensaba quedarme con él. Su mechón rubio y el brillo de su piel lampiña me cautivó.

- Amigo –escuché la voz.

Al volver la vista me encontré con el rostro sonriente de Casilda. La distancia de los años no ha podido borrar lo penetrante de su mirada, sus ojos rasgados y negros como el carbón, su pelo azabache y esa expresión ingenua en su rostro al sonreír.

- Es que mi perrito se llama así, Amigo, y estoy buscándolo desde hace un buen rato. – me dijo, aún sonriendo.

- ¿Y tú cómo te llamas? –le pregunté.

- Casilda –me contestó.

- Yo me llamo Ricardo –le dije. No le extendí la mano, pero nuestras miradas se fundieron en un saludo más vasto, inconmensurable. Éramos apenas un par de adolescentes asomándonos a la juventud.

Los acompañé hasta la puerta de su casa. ¿Quieres tomar un refresco? Acepté. Al ingresar, en la sala, sentada en un sillón, estaba su madre. Convalecía de una fuerte depresión. Un par de meses atrás, su hijo Ricardo había desaparecido junto a otros pescadores en el mar. Nunca los encontraron. De pronto apareció Amigo. Traía un gorrito en su hocico. Se acercó y me lo entregó. Me lo puse. Amigo empezó a dar brincos de alegría. En el rostro de doña Natividad se dibujó una sonrisa. El gorrito era del hermano de Casilda. A ella no le gustó mucho la idea.

Desde entonces, el aprecio que sentía doña Natividad hacía mí fue creciendo. Cuando llegaba a visitar a Casilda, no sabía cómo halagarme. Me preparaba exquisitos potajes de su tierra, Sechura. Me acomodaba en una canasta de carrizo pescado fresco que su marido traía a Piura para comercializarlo. Yo sentía su afecto como el de una madre. Casilda me dijo que, desde mi llegada, su madre había logrado una importante mejoría. Conforme corrían las semanas y mi presencia era más seguida, doña Natividad quedó notablemente repuesta, volvió a ser la persona risueña y juguetona de siempre.

Casilda jamás me habló de su hermano Ricardo y en algunas ocasiones observé, en sus gestos, la incomodidad que le producía cuando sus padres lo mencionaban en alguna conversación. Poco tiempo después, Casilda y sus padres retornaron a Chulliyachi. Para entonces la caleta se había convertido en un importante balneario sechurano.

He vuelto a Chulliyachi después de muchos años. El perpetuo rumor de las olas, la arena blanca, el graznido de las gaviotas y esa brisa fresca de la mañana que exhala el mar azul, avivan los recuerdos de aquellos años. Al atardecer, Casilda y yo esperábamos, cogidos de la mano, que aparecieran en el horizonte aquellos puntitos negros que, conforme se acercaban, se dibujaban en nuestras retinas y se convertían en las primeras siluetas de los pescadores remando sobre sus balsitas. Amigo, el perrito viringo, no terminaba de jugar con la espuma que dejaban las olas al retirarse. Vuelvo la mirada y veo, como antaño, los charcos de espejismo que se forman sobre el desierto ardiente. Bebo unos tragos de agua Cielo y seco el sudor de mi frente. Las gaviotas lanzas graznidos mientras se disputan una víscera de pescado tirado al mar por los pescadores. Terminada la faena nos recompensaban con algunas cachemas, que eran los peces que más abundaban en el mar sechurano. Amigo solo comía cabrilla. Aunque este pescado es espinoso, él sabía cómo sortear las espinas. Camino por la callecita vacía que existe en la caleta y solo quedan los recuerdos. Después del maretazo todos abandonaron Chulliyachi, ahora es un pueblo fantasma cuyo destino es volver a ser desierto, como lo fue al principio.

A veces pienso en Amigo. El frio de su hocico lamiendo mi mano. También pienso en Casilda. Sobre todo, cuando me miraba a los ojos y no sabía si me sonreía o me interrogaba. Recuerdo su voz medio ronca, sus pómulos ligeramente elevados y su piel cobriza tostada al sol.

Pero fue en su quinceañero que mamá me dio, por primera vez, permiso para dormir fuera de casa. Fue sábado el día que se celebró. 13 de febrero, uno antes del día de los enamorados. Llegaron los amigos y familiares de Casilda. Todos me miraban como si fuera un extraterrestre. Ser blanco, pelo castaño y ojos verdes, me convirtió en un bicho raro en medio de toda la etnia Chusís que se dio cita a la fiesta. Aunque don Juan Periche, el padre de Casilda, hizo todo lo posible para integrarme a la tribu, era imposible no sentir el recelo y la desconfianza ancestral de sus miradas. Sin embargo, una de las primas se me acercó amigablemente para conversar y de inmediato Casilda se interpuso entre los dos y me tomó de la mano y me alejó de ella.

Habían mandado preparar chicha jora especial para la ocasión. En un recipiente de caucho con hielo se conservaba fría la cerveza. De las vigas que sostenían el techo de zinc colgaban dos lámparas petromax que iluminaba de una luz blanquísima la sala y una picap a batería tocaba cumbias de moda. Luego de bailar, Casilda y yo abandonamos la casa y caminamos, siempre cogidos de la mano, a lo largo de la playa. La mar estaba serena y las olas eran espaciadas, casi imperceptibles. Amigo daba saltos como queriendo morder la luna que empezaba a menguar y echaba sus últimos rayos plateados sobre la noche. Estaba preocupada, pues debía escenificar a Julieta en su colegio, en Sechura. No paró de reír cuando le dije que la profesora Mercedes Román me había seleccionado para interpretar el papel de Romeo junto a la gringa Rita Moore que haría el de Julieta. Mi colegio era mixto. En aquellos días las chicas me asediaban. Pero yo solo tenía ojos para Casilda, solo pensaba en ella y la forma como me besó la primera vez.

Luego de que los invitados del quinceañero abandonaran la casa, los padres de Casilda organizaron mi cama junto a la de ella. Era la cama que había pertenecido a Ricardo, su hermano. Casilda no permitió que me acostara en ella. Me llevó hasta la suya y ella misma se encargó de desnudarme. Aún recuerdo los fuertes ronquidos que llegaban desde el dormitorio de sus padres, confundiéndose con los grititos y gemidos de Casilda y los míos. Aquella noche fue interminable y se pareció más a una luna de miel que a una fiesta de quince años.

Desde entonces solo pensaba en ella. En la oportunidad de estar solos. Pero era Casilda la que propiciaba esos encuentros. Viajábamos en la tolva de una camionetita por el desierto con rumbo sur. Bordeando la playa cruzábamos pequeñas caletas: Matacaballo, Constante, Parachique y Tortuga. Hasta llegar a una especie de bosque rocoso salpicado de plantas y arbustos. En el lecho de uno de esos pequeños acantilados hicimos nuestro nido de amor. Era un lugar paradisiaco en donde el verde de los algarrobos y los zapotales contrastaba con el azul del mar. También se podía apreciar una variedad importante de aves y lobos marinos retozando en la playa, mientras las olas golpeaban las rocas. En esos mismos acantilados anidaban los cóndores. Llegaban desde las alturas de la cordillera y se alimentaban de lobos marinos muertos, varados por el mar. Allí la pareja de padres anidaba y cuidaban a sus pichones hasta que estos estaban listos para volar y retornar a su habitad ancestral.

Durante todo ese tiempo mantuve en secreto mi relación con Casilda. Pero fue a principios de abril que mi compañero de clases Jorge Rázuri, quien veraneaba en la playa de Chulliyachi, me vio tomado de la mano de Casilda. Estábamos por abordar la camionetita que nos llevaría a nuestro nido de amor. En menos de lo que canta un gallo, todos mis compañeros de aula sabían de mis amoríos con Casilda. La relación que mantuve en secreto casi año y medio había sido descubierta. Mis compañeras de aula me decían: “Ya pues Richard, presenta a tu pescadora”. Mientras los muchachos me preguntaban si ya me había tirado a la cholita. Algunas veces la emprendí a golpes, indignado por sus insultos. Me sentía confundido. A veces, avergonzado.

- Me llamo Margarita –dijo sin dejar de sonreír- y mi hermana de la orden, Petronila.

- Yo me llamo Ricardo –dije tímidamente.

Camino hacia el Mercado me explicaron que pertenecían al movimiento católico Juventud en Marcha. Me gustó el nombre, sonaba bien, pero no me explicaron cuál era su objetivo principal. Me dijeron que la idea del movimiento era reunir a jóvenes católicos y promover entre ellos prácticas sanas de entretenimiento a través del deporte y las artes. Fue cuando le dije que yo tocaba la guitarra y practicaba fútbol. Sor Margarita se emocionó al escucharme y me invitó a participar en el movimiento Juventud en Marcha. En poco tiempo me volví un entusiasta promotor y convocaba a mis amigos del barrio para que se integrasen. Mi cercanía con sor Margarita fue creciendo. Llegaba a mi casa y era recibida con mucha familiaridad por mamá. Era hermosa. Un día se quitó el velo y dejó caer su larga cabellera castaña. Sus ojos, con la intensidad del sol piurano, pasaban de claros a color caramelo. Era muy jovencita. Pensaba contarle lo del acoso. Pero decidí callarme. Nunca le mencioné a sor Margarita lo de mi relación con Casilda. Un domingo Margarita llegó muy temprano a casa y me pidió que la acompañara a Paita. Había un encuentro de jóvenes en la parroquia del puerto. Mamá estuvo de acuerdo y partimos después de desayunar frito con tamales. En el trayecto me fue contando parte de su vida. Su madre, a la que llamaba la Loca, la había tenido con apenas 15 años de edad. Parecemos hermanas, me dijo sonriendo. Y su padre era un ganadero acaudalado, mucho mayor que su madre. Podía ser mi abuelo, volvió a sonreír Margarita.

Fue una mañana muy calurosa y después del mediodía estábamos bañados en sudor. Luego de terminado el encuentro salimos a almorzar al centro, muy cerca de la Plaza de Armas. Caminamos por el malecón, frente al mar, y llegamos al restaurant del Club Liberal. Una vieja casona esquinera con amplias ventanas y puertas de fierro forjado y una vista espectacular del océano pacífico. Comimos cebiche y una fuente de parihuela. Pero lo que me sorprendió, fue que sor Margarita pidiera cerveza Pilsen bien helada. Era la primera vez en mi vida que la probaba. Pero de otro lado pensaba, Ricardo ya eres un hombre hecho y derecho, por lo de Casilda. Sor Margarita parecía un camarón luego de la insolación paiteña y la parihuela de mariscos. Ahora necesitamos un lugar donde asearnos, me dijo.

Caminamos por el malecón y encontramos un pequeño hostal. Era moderno y sus habitaciones tenían amplias ventanas mirando al puerto. No sé cómo hizo sor Margarita para que me admitieran. Luego de que le entregaron la llave de la habitación subimos al segundo piso y nos instalamos. Me dijo que ella se bañaría primero. Y así lo hizo. Luego ingresé al baño y disfruté del agua fría que surtía la ducha. Ahí mismo me vestí y cuando salí, sor Margarita estada tendida en la cama, cubierta con la sábana blanca hasta el cuello. Yo estaba desconcertado, pues minutos antes, cuando salió del baño, aún llevaba puesto el hábito. Me pidió que me acercara a ella y me tomó de la mano. No temas, me dijo y cuando retiró la sábana estaba completamente desnuda. Sin mediar más palabras me besó. Fue un prolongado y ambicioso beso. Hicimos el amor con locura, todo lo quedaba de la tarde. Cuando dejamos el hostal, le entregó al joven de la recepción, junto a la llave, una buena propina que le iluminó el rostro de felicidad.

En el camino, de vuelta, continuamos con nuestra charla acostumbrada, de qué me pareció el encuentro y cuál eran mis planes para la semana. Sin palabras que decir sor Margarita fue invadiendo cada instante y espacio de mi vida. Hasta la tarde de mediados de marzo que me planteó irnos a Arequipa. Me estaba proponiendo huir con ella a su tierra. Le dije que lo pensaría, pero insistió en una respuesta rápida. Yo estaba contrariado con mi madre, por sus permanentes indirectas, por lo de Casilda. Entonces le dije que sí, que nos iríamos a Arequipa. Le diríamos a mamá que asistiríamos a un encuentro nacional de juventudes en donde yo representaría a Piura. Mamá estaba feliz, sobre todo por alejarme, al menos lo que quedaba de las vacaciones, de la cholita pescadora.

Dos días después, un jueves de marzo del año 1966, Sor Margarita y yo trepamos el bus Roggero y enrumbamos hacia el sur.

 
 
 

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